V
—¿Vos? —preguntó Benedetto sorprendido—. ¿Os dignais visitarme para constatar que sigo aquí y que no he escapado de mi juicio? ¿Me traéis algún recado de Eugenia? Sabed que a pesar de todo, me sentía afortunado por haber encontrado una familia a la cuál pertenecer y ya no ser un individuo solitario. Tal vez en parte es lo único honesto que puedo confesar. Un deseo ardiente que quise hacer realidad. Crecer sin una familia... No saber quién eres ni de dónde vienes... No es algo agradable.
Herminia callada, tragándose su sentir y tratando de retener las lágrimas lo miraba de manera diferente. Observándolo bien, el joven le parecía atractivo, tenía algo de ella como también de Villefort, tal vez no era un príncipe Cavalcanti como su exmarido se empeñaba en nombrar a su supuesto futuro yerno, pero si tenía su aire elegante muy a pesar de su condición, de esa triste condición en la que había crecido como delincuente por azahares del destino.
—¿Y bien señora? —insistió Benedetto—. ¿Vais a quedaros ahí sin hacer nada? Parece que veis a un fantasma. Estáis en extremo pálida, ¿Vuestra salud está mejor que la que teníais en mi juicio?
Herminia palideció aún más, recordó sus desvanecimientos en la sala y de los que todos fueron testigos.
—Será mejor que os sentéis señora o vais a desmayaros y no quiero que luego me señaléis como que os hice algo, ya no quiero cargar con más desventuras, demasiadas he tenido ya. Injusticia sería hacia mí que me señalaran de haberos hecho algo cuando no os he hecho nada.
—Benedetto —murmuró ella por fin.
—Sí, ese es mi nombre.
—¿Y fuisteis criado por buenas personas?
—Ya lo sabéis, fuisteis testigo de lo que dije, por desgracia parece ser que por mis venas corre una sangre maldita que me degeneró. Siempre me pregunté el porqué tenía esta maldad, siempre quise saber quiénes eran mis verdaderos padres y por qué me abandonaron.
Herminia se debatió entre hablar o seguir callando. La debilidad que sentía la obligó a sentarse. Se quitó el sombrero y el velo. Benedetto notó lo demacrada que estaba.
—Sabéis ya quien es vuestro progenitor, uno del que ninguno se sentiría orgulloso, pero, ¿Y vuestra madre?
—Ya lo dije.
—¿Y es cierto? ¿Lo ignoráis o lo calláis?
—Lo ignoro —suspiró—. Cuando supe quien era mi padre... No quise que mi odio y desprecio se aplacara por ella, sus razones habrá tenido para deshacerse de mí.
—¡No! ¡No se deshizo de vos! —Se lanzó a los brazos del hombre que la sostuvo con asombro por el extraño arrebato—. Ella no se deshizo de vos.
Herminia dio rienda suelta a su llanto sin poder controlarse.
—¿Por qué decís eso? —la interrogó curioso—. ¿Es que acaso la conocéis? ¿Es una dama de sociedad? ¿Es amiga vuestra?
—Soy yo Benedetto —confesó con la voz desgarrada—. Yo soy la que os dio la vida, pero al nacer se me dijo que no la teníais y Villefort se encargó del bebé, no sé si de verdad te creía muerto o me mintió para deshacerse del fruto de nuestra relación prohibida que pusiera en entredicho su posición como procurador y hombre de familia. Jamás volvimos a hablar del asunto, jamás supe nada más, me conformé con lo que había pasado creyendolo un merecido castigo a nuestro pecado y así viví.
Benedetto se soltó de ella apartándose para verla mejor y para analizar aquello que se le había revelado. La mujer estaba en el juicio por casualidad, por lo sucedido a su hija no por él, sin embargo, al darse cuenta de todo, fue por eso sus desvanecimientos, tanto Villefort como ella fueron descubiertos. Benedetto se horrorizó por saber que podía haberse casado con su media hermana y casi vomita.
—Perdoname hijo —suplicó Herminia arrodillada—. Soy culpable también, me conformé con lo que me dijeron, de lo contrario te hubiese buscado.
Benedetto permaneció callado sin dejar de observarla, necesitaba tiempo para similar tal revelación.
VI
Mercedes trataba de acostumbrarse a su vida en Marsella, volver a ella no era fácil, no porque se hubiese olvidado de sus orígenes y extrañara la opulencia que un condado ofrece, sino por Alberto, haberse separado de su hijo por las circunstancias que ahora pasaban le era en extremo difícil, le extrañaba mucho, estar sola era un suplicio aunque esa paz le ayudara a encontrarse con ella misma. Olvidó e hizo olvidar que una vez y por muchos años fue condesa, ahora vivía de manera modesta, de esa manera en la que soñó muchas veces vivir con Edmundo, teniendo únicamente lo necesario y sobre todo amor, sólo que en ese momento era de lo que carecía, de su amor. Mercedes en el fondo se reprochaba haber salido de los catalanes y olvidar la desgracia con Edmundo, entregándose a Fernando. Se culpó y vivió de esa manera, debió salir adelante sola y guardar la memoria de su amado como debió ser, ahora le era tarde para enmendarlo por eso se sentía indigna, por eso se sentía culpable, por eso y por segunda vez debió renunciar a su amor y a terminar con un final feliz lo que una vez debió ser. Alberto debió ser su hijo, él debió ser su padre y reflexionar en todo eso la volvía desgraciada, jamás se perdonaría haber vivido por más de veinte años junto al hombre que con artimañas destruyó a Edmundo y asesinó a traición al Alí de Janina. Mercedes se llenaba de repugnancia al imaginar el semejante monstruo que era el hombre con el que compartió su vida, una que reconoce haber desperdiciado siendo lo único bueno su amado Alberto, el único consuelo a su vida vacía y del que ahora, anhelaba su compañía en vano. Si no fuese por él y porque esperaba su regreso con ansias, confiando en el poder de Dios su vida y su seguridad en los recursos de Edmundo, ella estaría enclaustrada en un convento expiando la culpa que sentía por el cruel destino de su Edmundo, el hombre que, aunque no fuera de ella, le llevaría siempre ardientemente en el corazón y en la mente como el único amor de su vida. Alberto había alzado su propio vuelo, el joven buscaba labrarse un camino como militar y en su tenacidad estaba seguro que lo haría, honrando el apellido de su madre y olvidando el del padre. Eso le haría ser mejor hombre y mejor persona, lo sucedido le había hecho madurar más y aunque había perdido los privilegios que su condición le había otorgado y vivía ahora del esfuerzo de su trabajo que sabía lo volvería un hombre verdadero. En el fondo de su corazón sabía que era inmensamente rico; tenía lo más importante, el amor y apoyo de su amada madre y más adelante, podría conocer el verdadero amor que en el fondo deseaba tener. Conservaba a pesar de todo el afecto del conde y también a sus antiguos amigos; Debray, Beauchamp y Renaud, a Morrel y también a Franz, con quién mantenía correspondencia y había sabido lo sucedido con la cancelación de su boda y los motivos. Franz estaba en Florencia otra vez y al parecer estaba decidido a no volver a salir de Italia en mucho tiempo, de hecho, mantenía una estrecha relación con su amiga, la condesa de G... quien había sabido por él la verdadera identidad de su lord Ruthven y parte de su historia y a su vez, Franz había sabido por ella, lo sucedido con Villefort y con una Valentina resucitada que ahora era la señora de Morrel. E'pinay no podía olvidar lo que vivió gracias a esa familia a la que casi se ata. Nunca podría olvidar que Noirtier había sido el asesino de su padre y lo mejor que podía hacer era jamás tener que volver a encontrarse con ninguno de ellos.
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